Daniel Pennac

Daniel Pennac  (Casablanca, 1944) es un escritor francés nacido en Marruecos. Pseudónimo de Daniel Pennacchioni.
Proveniente de una familia militar, pasó su infancia en tierras africanas y del sudeste asiático y su juventud en Niza, donde se graduó en letras y se decantó por la enseñanza.
Tras iniciar su actividad literaria con libros para niños, adquirió gran popularidad gracias a las novelas de la saga en torno a la familia Malaussène* (perteneciente a la novela negra, a la que llega a raíz de un viaje a Brasil), aunque también ha escrito otras novelas, los mencionados libros para niños, ensayos,... De estos es célebre el titulado Como una novela, en el que enumera los derechos del lector.
Según lo confesó en una entrevista a Ricardo Abdahllah, "El principio narrativo de mis obras es el error, el humor nace de ahí".
En 2007 recibió el Premio Renaudot por su obra Chagrin d'Ecole (Mal de escuela).
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Entrevista con Daniel Pennac

Texto Sergi Doria
En la primavera de 1954 el alumno Daniel Pennacchioni, de diez años de edad, nacido en Casablanca, hijo de militar francés destacado en el antiguo Protectorado, recogía su boletín de notas. Las Artes Plásticas no se le daban mal, pero... "dibuja a la perfección, salvo en clase", advertía el profesor; la educación musical podría sonar mejor en sus oídos si no hablara todo el rato; por las sesiones de gimnasia se le veía poco y en los ejercicios de Gramática se mostraba "alegre como compañero y mediocre como alumno"; en Matemáticas le faltaba base, y podría esforzarse más en Historia y Geografía; cuando llegaba la hora del Inglés hablaba mucho, pero era incapaz de pronunciar una sola palabra en la lengua de Shakespeare; aunque el profesor de Ciencia, más benévolo, decía que no debía desanimarse, el de Educación Técnica dictaba sentencia: "No ha hecho nada y ha rendido menos". La conclusión: Daniel Pennacchioni, más conocido como Daniel Pennac, componía en el argot académico el fatídico retrato robot del cancre. El cangrejo. Alguien que a los doce años no había demostrado nada.“Me pregunto si nuestros estados quieren formar de verdad alumnos inteligentes”
       Medio siglo después, este profesor y aclamado autor del best seller pedagógico Como una novela ha diseccionado en Mal de escuela los cuerpos y almas de esos jóvenes que copan en los expedientes académicos el apartado del fracaso escolar. ¿Fracaso de quién? ¿Del alumno gamberro? ¿Del profesor que no lo da todo en la hora de clase? ¿Del sistema público de educación? ¿De una familia que no presta suficiente atención al educando?
       En estos tiempos de incertidumbre, cuando nuestro modelo de sociedad se tambalea, todas las miradas se dirigen a la escuela, la desmembración familiar y los guetos multiculturales. Pennac prefiere observar la singularidad humana: "A todos los que hoy imputan la constitución de bandas solo al fenómeno de las banlieues, de los suburbios, les digo: tenéis razón, sí, el paro, sí, la concentración de los excluidos, sí, las agrupaciones étnicas, sí, la tiranía de las marcas, la familia monoparental, sí, el desarrollo de una economía paralela y los chanchullos de todo tipo, sí, sí, sí... Pero guardémonos mucho de subestimar lo único sobre lo que podemos actuar personalmente y que además data de la noche de los tiempos pedagógicos: la soledad y la vergüenza del alumno que no comprende, perdido en un mundo donde todos los demás comprenden".
Identifica usted al fracasado escolar con la palabra cancre...
Es una palabra específicamente francesa, difícil de traducir en ninguna otra lengua. Cuando me preguntan qué es un mal alumno me cuesta responder. Hoy nadie habla de cancres: simplemente se le califica de zoquete, o inútil. Un cero a la izquierda. Pero, etimológicamente, el cancre es el cangrejo, un animal que camina de lado, lentamente; la otra acepción se refiere al cáncer, la enfermedad del miedo y la vergüenza que le marca a uno de por vida. Ser un fracasado en la escuela es como un cáncer que no se cura, un proceso sometido a sucesivas recaídas. Una persona acomplejada. Yo me enfrento a ese niño que no comprende al profesor. Ese, que tras las primeras evaluaciones negativas, acaba confinado en la inhibición intelectual. En esa tristeza, que conozco tan bien, se incuba la personalidad del que huye, del perezoso, de aquel que no consigue nunca explicar lo que le ocurre. El cancre vive instalado en el estupor permanente, una situación que me interesa como profesor. Un objeto de análisis que se asemeja mucho al niño que yo fui y que nunca olvidaré. Niños que llevan la misma cicatriz que yo conservo: que sienten una profunda vergüenza cuando no consiguen dar con la respuesta correcta. Un malestar que me asalta en cualquier momento: puede ser en el transcurso de una cena, o cuando empiezo a escribir un libro. ¡Y la escuela no se interesa por ese problema, sino por lo sociocultural y lo lingüístico!
       ¡No olvido ni un instante que yo fui cancre! En la vida adulta se traduce en complejos: de inferioridad, pero también de superioridad. El complejo de superioridad es muy frecuente en Francia, casi una enfermedad nacional, tan peligrosa como el complejo de inferioridad.
¿Cómo se manifiesta el "mal de escuela"?
Con dolor. Un dolor muy particular. El de no comprender. No ser capaz de responder a las preguntas del profesor. El sentimiento de ser un imbécil. La decepción de tus familiares y un miedo cerval al porvenir. El dolor del profesor que no consigue hacer progresar al alumno. El fracaso, también, profesional. Las dudas sobre la identidad pedagógica...
Las instituciones educativas y la Administración pública optan más bien por los informes estadísticos...
¡No hace falta indagar en la naturaleza del mal estudiante! ¡Es tiempo perdido! La sociología, la psicología y la moral no sirven para nada. Al alumno que no obtiene los resultados esperados, según las observaciones del boletín de notas, "le falta base" ¿Y eso qué significa? Pues que cada calificador insinúa que la mala nota no es culpa suya. La institución académica dice que "le falta base" y punto. He aquí una categoría. A este alumno siempre le faltará base... Por esa razón, no me interesa la escuela tomada como institución. Las explicaciones psicológicas, económicas o sociológicas tienen fecha de caducidad: ¡la escuela y la sociedad cambian! Yo abordo un malestar permanente e invariable a lo largo de la historia. Luis XIV, el Rey Sol, padeció una escolaridad muy difícil y eso tuvo consecuencias sobre Europa...
Usted era cancre, pero ha triunfado. Se ha convertido en un escritor popular...
Desconfiemos de los cancres triunfadores: Einstein, Chaplin, Picasso... Son excepciones. Consideremos que el 99% fueron abandonados por el mundo adulto y conocieron el sentimiento del fracaso. También hay que desconfiar de eso que yo llamo "el esnobismo de la cancrerie" que algunos presentan como una reacción contra el sistema. Eso es palabrería mundana. Pura frivolidad. El que ha sido cancre, como he dicho, mantiene una cicatriz interna y dolorosa. Es como el niño asmático: prefiere no hablar de sus limitaciones. El cancre padece vergüenza y no se siente precisamente orgulloso de su condición.
¿Y de qué forma se evalúa ese fracaso escolar?
Yo no voy de psicólogo, ni de sociólogo, ni de moralista: me preocupa más el miedo, el temor. Los malos alumnos tienen miedo. ¿De qué? Un miedo que, en todo caso, constituye una barrera para el saber. Como la persona que padece una depresión. Su tristeza es una muralla para la transmisión de conocimientos. 
¿Cómo se detecta ese temor?
Lo capté en 1969, al cuarto de hora de empezar mi primera clase. Deduje que los alumnos tenían miedo y entraban en un juego agresivo hacia mí: les atemorizaba ser juzgados como cretinos, tontos, imbéciles. En su fuero interno se decían: "Sí, lo que tú digas, soy un cretino, pero te haré la vida imposible: no daré golpe".
Entonces... ¿la agresividad proviene del miedo?
La percepción actual sitúa la escuela en una especie de periferia parisina poblada de jóvenes díscolos, en perpetua rebelión contra la República, el sistema educativo y la cultura francesa... Pero mis visitas a institutos de la banlieu desmienten esa visión catastrofista. Encuentro alumnos normales. El miedo no sólo afecta al niño, sino a sus padres, especialmente a la madre. Se percibe en los meses de abril y mayo, con el tercer trimestre. Empiezan las llamadas y las visitas al despacho del profesor porque en las observaciones del boletín de notas aparece la frase lapidaria: "El tercer trimestre será determinante". El miedo de la madre nace de proyectar el presente sobre el futuro de su hijo. De que el futuro solo sea un presente peor.
¿Y qué actitud tienen que adoptar los padres de un alumno inútil?
Freud decía a las madres: "Haced lo que queráis, porque de todas maneras lo haréis mal". Una madre se quejaba de que su hijo me lo explicaba todo a mí y a ella no. Le contesté que se debía a que el profesor no era nadie para él y ella lo era todo... Los padres no han de manifestar temor sobre el futuro de su hijo: no sirve de nada. Cuando estudiaba, yo era muy lento y mi madre pensaba que era tonto. Si siempre te dicen que eres tonto, acabas estando de acuerdo.
Hay malos alumnos, pero también malos profesores...
Fracasar con un alumno revela nuestros límites profesionales y hace bajar la autoestima. O sea, que el miedo del alumno depara daños colaterales, tanto para el interesado como para familiares y docentes.
Reza el refrán que "cada maestrillo tiene su librillo"...
Si tenemos un "librillo" debería ser la asignatura que impartimos. En este aspecto los profesores de Lengua lo tenemos mejor que los de Física y Química aunque, en mi época de alumno, el profesor que me salvó la vida daba Matemáticas.
¿Cómo le salvó la vida?
Se encontró con una clase tan destructiva como una película de Sam Peckinpah. Robos, desorden, mentiras... Y entonces no había inmigrantes, tal vez algún pied noir que, eso sí, profería insultos de enorme carga metafórica: nos enviaba "a cagar". Al empezar la clase nos encontramos con una especie de Buda matemático que profesaba un amor inoxidable hacia su asignatura y deseaba transmitir sus conocimientos. No le dábamos miedo. Sabía con quién trataba y estaba convencido de que haría de nosotros unos matemáticos... Y lo consiguió. Trazó un enorme cero en la pizarra. "¿Qué he escrito? La nota que tendréis en Selectividad". Luego preguntó a un alumno: "¿Dos más dos cuánto suman?" "Cuatro", contestó entre risas. Él no se inmutó: "¿Por qué te ríes? ¿No te das cuenta de la inteligencia de tu respuesta? ¿No sabes adónde nos llevará este resultado?" De esta forma nos implicó en esa búsqueda desde la primera hora de clase. Nos aseguró que no volveríamos a mentar la Selectividad y sólo hablaríamos de matemáticas. ¿Matemáticos? ¿Alumnos curiosos? En todo caso, adolescentes con ganas de aprender. Los jóvenes no admiten una autoridad blanda e indefinida, quieren que les riñan si hay un motivo intelectual.
O sea, que existen métodos...
Los hay. Todo lo demás, el test psicológico o el sermón sociológico, son perfectamente inútiles. Actúan como bálsamos momentáneos, una forma de consolarse, un paréntesis que cuando se cierre devolverá al alumno y sus progenitores a la cruda realidad. A lo largo de mi trayectoria profesional he podido clasificar esos análisis pedagógicos. En los años sesenta eran de índole moral. Por ejemplo, una muchacha estaba mal educada porque era hija de divorciados. En los ochenta los criterios eran parapsicológicos y en los noventa sociológicos. El resultado final no difería: la alumna acababa expulsada.
En conclusión, la herramienta para vencer el miedo es la asignatura...
Basta con no comportarse como un usurero del saber. Confiar en que tenemos tiempo. Pero... ¿cuánto tiempo pedagógico? El tiempo para conseguir la impregnación de los conocimientos hasta que se produzca la revelación...
Los profesores están acuciados por la programación curricular y no lo tienen fácil para tomarse ese tiempo que usted juzga necesario.
Llegamos a la situación extrema del profesor: la soledad de la clase. Nuestra actitud, el hecho de estar allí, constituye un complejo combinado entre el interés por la asignatura, por la clase y el placer de cambiar la realidad. Y todo eso deriva de una actitud personal y no de una formación cultural, por importante que esta sea. Se trata de una hora. Y cuando pase esa hora habrá que pensar en otra cosa. Es la hora de la enseñanza: exige una presencia absoluta. En demasiadas ocasiones, nuestra presencia es fantasmal. Lo que está claro es que no hay que ir a la clase cansado.
Esa abulia puede provenir del desánimo de una profesión que ha perdido prestigio social y resortes de autoridad.
Repito que lo de la banda de adolescentes rabiosos es una representación falsa. Y muchos adultos padecen esa percepción de la juventud que nos lleva a la locura. No voy a negar que siempre topamos con alguien que no sigue la clase. Te lo están diciendo: "Digas lo que digas, paso". Son alumnos a los que no tienes acceso. Yo también he conocido mis límites docentes y he fracasado. En un instituto de Marsella, los alumnos no miraban al profesor. No hablan, no ríen, como si no existiera. Francamente, no sé cómo resolvería yo una situación así, pero algo habrá que hacer, porque, si no, tendremos que dejar este trabajo. No es mi caso: cuando entro en una clase veo la vida en estado puro.
El discurso antiautoritario de mayo del 68 no ha ayudado mucho a mantener la disciplina en las escuelas.
¡No estoy de acuerdo! Escucho continuamente ese planteamiento. No creo que el estado de la escuela del siglo XXI sea consecuencia de un movimiento estudiantil -que no revolución- de hace cuarenta años. Si convoco mis recuerdos del 68 en el conjunto de la Europa occidental veo un movimiento dirigido más bien contra la sociedad de consumo. Cuatro décadas después, el principal rival de los profesores es el mercado y la clientelización de los adolescentes. Si es cierto que la escuela europea está en crisis -algo de lo que yo no estoy seguro-, la raíz de ello no hay que buscarla en el mayo parisino del 68, sino en que los jóvenes de hoy disfrutan de las mismas posibilidades de consumo que sus padres.
¿Y por eso han de ignorar y ridiculizar al profesor?
Nuestro principal rival, repito, no son los alumnos sino la clientelización de la infancia. Niños clientes de una sociedad de consumo. Consumidores de marcas, telefonía móvil, motos... Lo mismo que sus padres. Eso les confiere una falsa madurez tecnológica, comercial, informática... Nuestro rival es el consumo, que ha atiborrado a los jóvenes de deseos desde sus primeros años. Mensajes de la televisión, compulsión por consumir y cambiar constantemente de objetos. Valdría la pena hablar con ellos sobre esos deseos superficiales que ellos consideran necesidades fundamentales. Hacerles distinguir entre deseos y necesidades. Cuando yo estudiaba existían deseos, pero no esa pseudomadurez de consumidores. Si pudiéramos apasionarlos con la asignatura sería interesante ver qué efecto tendría en la venta de móviles o de zapatillas deportivas.
La sociedad se siente decepcionada por los resultados de la escuela, eso que los medios de comunicación han denominado "alarma social"...
...Y yo me pregunto qué espera la sociedad. Poco importa. Los jóvenes que tienes delante, tal vez solo uno o dos, quedarán marcados de por vida por ti y tú no lo sabes. Esta sociedad está obsesionada por encontrar culpables y no por buscar soluciones. Vivimos en un mundo que evoluciona de manera absurda. Desde hace diez años estamos oyendo que el mercado se autorregula... hasta que se produce la catástrofe de 2008. Si la escuela está en crisis es que comparte la misma naturaleza de nuestra sociedad. Ahora comprendemos que era estúpido pensar que el mercado se autorregulaba. Como años antes era igualmente estúpido creer que el estalinismo era democrático, y el maoísmo, la antesala del paraíso proletario. Nos hemos ido tragando demasiados discursos en nombre de una supuesta conciencia ética. O sea, que vamos de crisis en crisis y sólo vemos la punta del iceberg. Nos creemos las estupideces que repiten machaconamente los medios de comunicación.
¿Y qué papel han de desempeñar los gobiernos en esa estrategia, además de diseñar planes escolares casi siempre al servicio del partido político en el poder?
Me pregunto si nuestros Estados quieren formar de verdad alumnos inteligentes. Yo diría que no, que al Estado tanto le da la escuela, pero hablar de crisis educativa es una buena manera de desviar la atención. Los políticos hacen siempre de políticos y resulta difícil medir su interés por la pedagogía. Es más, pienso que la sociedad se burla de la escuela, porque la única escuela que tenemos hoy es la Escuela de Chicago, precisamente la que nos ha hecho creer en la autorregulación de los mercados... En todo caso, si existe crisis educativa, nace de una paradoja. Hemos conseguido que en los últimos sesenta años Europa no haya conocido guerras totales, a excepción de los Balcanes. Si repasamos nuestra historia es algo sorprendente, increíble. Pero uno de los efectos de esos años de paz y prosperidad es que hemos caído en una enorme hipocondría y en una excesiva preocupación por nuestro futuro.
¿Es posible superar esa hipocondría en el marco de una crisis general de valores y en una sociedad como la occidental, carente en estos momentos de un discurso moral?
Le responderé como padre y profesor... Una buena manera de ser padre y profesor es reencontrar al niño en el niño y al adolescente en nuestros adolescentes. Una verdadera conciencia de afecto y lucidez que encaje con los jóvenes de hoy. Y yo creo que la mayor de las necesidades de los adolescentes es tener delante a adultos que no tengan miedo del futuro y que no jueguen a ser adolescentes.
¿Hay, entonces, demasiados padres infantilizados que acaban haciendo lo mismo que sus vástagos?
La sociedad de consumo nos infantiliza a todos, no importa la edad. La mejor forma de ser adultos es revisar nuestra adicción al consumismo. El tiempo mental que dedicamos al consumo nos produce una preocupación gigantesca. Un tiempo que podríamos dedicar a nuestros hijos. Mientras tanto, ellos se han situado en esa misma lógica consumista y al final nadie se ocupa de nadie. No se trata de un discurso moralista, sino de una convicción personal.
¿Cree que de esta crisis surgirá algo positivo para la educación, la convivencia familiar y el modelo de sociedad?
Todo dependerá -insisto- de la relación personal que mantengamos con nuestros hijos. No podemos esperar soluciones mágicas del exterior. El exterior es la publicidad, que nos incita al egoísmo consumista. Cada uno de nosotros debe hacer una revolución contra esa pantalla de plasma que nos separa de nuestro entorno familiar. En el plano político no sé si alcanzaremos una verdadera democracia representativa. Si echamos una ojeada a la política internacional, vemos que está siendo dirigida por showmans en lugar de por líderes políticos responsables.


Fuente: http://www.barcelonametropolis.cat/es/page.asp?id=22&ui=204


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Daniel Pennac, Mal de Escuela.
Capítulo 3 


De modo que yo era un mal alumno. Cada anochecer de mi
infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines
hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no
era el último de la clase, era el penúltimo. (¡Hurra!) Negado
para la aritmética primero, para las matemáticas luego, profundamente
disortográfico, reticente a la memorización de las
fechas y a la localización de los puntos geográficos, incapaz de
aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones
no sabidas, deberes no hechos), llevaba a casa unos resultados
tan lamentables que no eran compensados por la música, ni por
el deporte, ni, en definitiva, por actividad extraescolar alguna.
–¿Comprendes? ¿Comprendes al menos lo que te estoy explicando?
Y yo no comprendía. Aquella incapacidad para comprender
se remontaba tan lejos en mi infancia que la familia había
imaginado una leyenda para poner fecha a sus orígenes: mi
aprendizaje del alfabeto. Siempre he oído decir que yo había
necesitado todo un año para aprender la letra a. La letra a, en
un año. El desierto de mi ignorancia comenzaba a partir de la
infranqueable b.
–Que no cunda el pánico, dentro de veintiséis años dominará
perfectamente el alfabeto.
Así ironizaba mi padre para disipar sus propios temores.
Muchos años más tarde, mientras yo repetía el último curso
en busca de un título de bachiller que se me escapaba obstinadamente,
soltó otra sentencia:
–No te preocupes, incluso en el bachillerato se acaban adquiriendo
automatismos…
O, en septiembre de 1968, con mi licenciatura de letras finalmente
en el bolsillo:
–Para la licenciatura has necesitado una revolución, ¿debemos
temer una guerra mundial para la cátedra?
Todo dicho sin especial maldad. Era nuestra forma de
connivencia. Mi padre y yo optamos muy pronto por la sonrisa.
Pero volvamos a mis comienzos. El menor de cuatro hermanos,
yo era un caso especial. Mis padres no habían tenido
la posibilidad de entrenarse con mis hermanos mayores, cuya
escolaridad, sin ser excepcionalmente brillante, había transcurrido
sin tropiezos.
Yo era objeto de estupor, y de un estupor constante pues
los años pasaban sin aportar la menor mejoría a mi estado de
embotamiento escolar. «Me quedo de una pieza», «Es para no
creérselo», me resultan exclamaciones familiares, unidas a unas
miradas adultas en las que veo perfectamente que mi incapacidad
para asimilar cualquier cosa abre un abismo de incredulidad.
Aparentemente, todo el mundo comprendía más deprisa
que yo.
–¡Eres tonto de capirote!
Una tarde del año de mi bachillerato (de uno de los años
de mi bachillerato), mientras mi padre me daba una clase de
trigonometría en la estancia que nos servía de biblioteca, nuestro
perro se tendió sin ruido en la cama, a nuestra espalda. Descubierto,
fue expulsado con sequedad:
–¡Fuera, a tu sillón!
Cinco minutos más tarde, el perro estaba de nuevo en la
cama. Solo se había tomado el trabajo de ir a buscar la vieja
manta que protegía su sillón y tenderse en ella. Admiración
general, claro está, y justificada: que un animal pudiera asociar
una prohibición a la idea abstracta de limpieza y extraer
de ello la conclusión de que era preciso hacer su cama para
gozar de la compañía de los dueños, era para quitarse el
sombrero, evidentemente, ¡un auténtico razonamiento! Fue un
tema de conversación familiar durante décadas. Personalmente,
llegué a la conclusión de que incluso el perro de la casa lo
pillaba todo antes que yo. Y creo, incluso, haberle dicho al
oído:
–Mañana irás tú al cole, chupamedias.


Capítulo 4
Dos señores de cierta edad pasean a orillas del Loup, el río de
su infancia. Dos hermanos. Mi hermano Bernard y yo. Medio
siglo antes, se zambullían en esa transparencia. Nadaban
entre los cachos que no se asustaban por su jaleo. La familiaridad
de los peces hacía pensar que aquella felicidad duraría
siempre. El río corría entre farallones. Cuando ambos hermanos
lo seguían hasta el mar, dejándose llevar a veces por la
corriente, otras brincando por los roquedales, llegaban a perderse
de vista. Para encontrarse de nuevo, habían aprendido a
silbar con los dedos, largas estridulaciones que repercutían
contra las paredes rocosas.
Hoy el agua ha descendido, los peces han desaparecido, una
espuma viscosa y estancada habla de la victoria del detergente
sobre la naturaleza. De nuestra infancia solo queda el canto de
las cigarras y el calor resinoso del sol. Y, además, seguimos sabiendo
silbar con los dedos; nunca nos hemos perdido de oído.
Anuncio a Bernard que pienso escribir un libro sobre la
escuela; no sobre la escuela que cambia en la sociedad que
cambia, como ha cambiado este río, sino, en pleno meollo de
ese incesante trastorno, precisamente sobre lo que no cambia,
en una permanencia de la que nunca oigo hablar: el dolor
compartido del zoquete, sus padres y sus profesores, la interacción
de esos pesares de escuela.
–Vasto programa… ¿Y cómo vas a hacerlo?
–Apretándote las tuercas, por ejemplo. ¿Qué recuerdos conservas
de mi propia nulidad… en matemáticas, por ejemplo?
Mi hermano Bernard era el único miembro de la familia
que podía ayudarme en mi trabajo escolar sin que yo me
cerrara como una ostra. Compartimos la misma habitación
hasta que comencé quinto, cuando me metieron interno.
–¿En matemáticas? La cosa comenzó con la aritmética,
¿sabes? Un día te pregunté qué hacer con un quebrado que
tenías delante de los ojos. Me respondiste, automáticamente:
«Hay que reducirlo a común denominador». Solo había un
quebrado, por lo tanto un solo denominador, pero tú no dabas
el brazo a torcer: «¡Hay que reducirlo a común denominador!».
Cuando insistí: «Piénsalo un poco, Daniel, hay un
solo quebrado y, por lo tanto, un solo denominador», te subiste
por las paredes: «El profe lo dijo; ¡los quebrados hay que
reducirlos a común denominador!».
Y los dos señores esbozan una sonrisa, durante su paseo.
Todo aquello les queda muy lejos. Uno de ellos ha sido profesor
durante veinticinco años: dos mil quinientos alumnos,
aproximadamente, algunos de ellos de «gran dificultad», según
la expresión consagrada. Y ambos son padres de familia.
«El profe ha dicho que…», conocían aquello. La esperanza
que el zoquete pone en la letanía, sí… Las palabras del profesor
son solo troncos flotantes a los que el mal alumno se
agarra, en un río cuya corriente le arrastra hacia las grandes
cataratas. Repite lo que ha dicho el profe. No para que la
cosa tenga sentido, no para que la regla se encarne, no; para
salir, momentáneamente, del paso, para que «me dejen
tranquilo». O me quieran. A toda costa.
–…
–¿Otro libro sobre la escuela, pues? ¿No te parece que ya
hay bastantes?
–¡No sobre la escuela! Todo el mundo se ocupa de la escuela,
eterna querella entre antiguos y modernos: sus programas,
su papel social, sus fines, la escuela de ayer, la de mañana…
No, ¡un libro sobre el zoquete! Sobre el dolor de no
comprender y sus daños colaterales.
–…
–¿Tanto apechugaste?
–…
–…
–¿Puedes decirme algo más sobre el zoquete que yo era?
–Te quejabas de no tener memoria. Las lecciones que te
hacía aprender por la tarde se evaporaban por la noche. Al día
siguiente, lo habías olvidado todo.
Es un hecho. A mí no se me quedaba, como dicen los jóvenes
de hoy. Ni captaba ni se me quedaba. Las palabras más
sencillas perdían su sustancia en cuanto alguien me pedía que
las considerara un objeto de conocimiento. Si tenía que aprender
una lección sobre el macizo del Jura, por ejemplo (más
que un ejemplo es, en este caso, un recuerdo muy preciso), la
pequeña palabra de dos sílabas se descomponía de inmediato
hasta perder cualquier relación con el Franco-Condado. El
Ain, la relojería, los viñedos, las pipas, la altitud, las batas, los
rigores del invierno, la Suiza fronteriza, el macizo alpino o la
simple montaña. Ya no representaba nada. ¿ Jura, me decía yo,
Jura? Jura… Y repetía la palabra, incansablemente, como un
niño que no deja de masticar, masticar y no tragar, repetir y
no asimilar, hasta la total descomposición del gusto y el sentido,
masticar, repetir. Jura, Jura, jura, jura, juraju, raju, raja, ra
ju ra jurajurajura, hasta que la palabra se convierte en una
masa sonora indefinida, sin el más pequeño resto de sentido,
un ruido pastoso de borracho en un cerebro esponjoso… Así
se duerme uno en una lección de geografía.
–Decías que detestabas las mayúsculas.
–¡Ah! ¡Qué terribles centinelas, las mayúsculas! Me parecía
que se levantaban entre los nombres propios y yo para impedirme
tratarlos. Toda palabra marcada con una mayúscula
estaba condenada al olvido inmediato: ciudades, ríos, batallas,
héroes, tratados, poetas, galaxias, teoremas, prohibido
recordarlos a causa de una mayúscula petrificante. Alto ahí,
exclamaba la mayúscula, no se cruza la puerta de este nombre,
es demasiado propio, demasiado limpio, no se es digno de
ello, ¡se es un cretino!
Precisión de Bernard, durante nuestro camino:
–¡Un cretino minúsculo!
Risa de ambos hermanos.
Y, más tarde, más de lo mismo con las lenguas extranjeras:
no podía apartar la idea de que con ellas se decían cosas demasiado
inteligentes para mí.
–Lo que te dispensaba de aprender tus listas de vocabulario.
–Las palabras en inglés eran tan volátiles como los nombres
propios…
–…
–…
–En definitiva, siempre te andabas con cuentos.
Sí, es lo que hacen los zoquetes, se cuentan sin parar la
historia de su zoquetería: soy nulo, nunca lo conseguiré, ni
siquiera vale la pena intentarlo, está jodido de antemano, ya
os lo había dicho, la escuela no es para mí… La escuela les
parece un club muy cerrado cuya entrada se prohíben. Con
la ayuda de algunos profesores, a veces.
–…
–…
Dos señores de cierta edad pasean a lo largo de un río. Al
final de su paseo dan con un estanque rodeado de cañas y
guijarros.
Bernard pregunta:
–¿Sigues siendo bueno para hacer que reboten?


Fuente: http://www.maldeescuela.com/